Aún recuerdo aquel sabor nauseabundo que súbitamente se apoderó de mi paladar en medio de una sensación horrible que todavía hoy no puedo describir. Vi luego, en medio de mi resignación, el rostro angustiado de mi madre y la aflicción en sus ojos. A solo unos metros, rogaba al Supremo desde lo más hondo de su corazón no tener la desdicha de presenciar la ejecución de su hijo.
Aquel momento fue realmente terrible. Éramos unas quince personas. La mayoría sin embargo, llenos de serenidad, aquella que solo puede imponer la amenaza de las armas.
Pero la Tanita no podía controlar sus nervios. En medio de aquel drama, gesticulaba insistentemente. “Hay Diosito lindo”, “Ayúdanos Señor”, entre otras expresiones, salían de sus labios. Finalmente se sacó un documento de entre los bolsillos de su pantalón y lo entregó a uno de sus hijos, a Wicho.
“Tomá, andá decíle que tenés un hermano en la EEBI, que es mi hijo, enseñále este papel”. Pero el guardia hizo caso omiso y seguía torturando sicológicamente a todos, sobre todo a mí, teniéndome tomado del brazo.
La Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería, EEBI por sus siglas, era junto a la Oficina de Seguridad Nacional (OSN), la estructura más tenebrosa de la Guardia Nacional del dictador Anastasio Somoza.
Era yo el más alto de los chavalos que aquella mañana de junio de 1979, un grupo nutrido de asustados y viejos guardias del ejército de Somoza, había sacado de sus casas junto a sus familias.
A todos nos juntaron en un solo lugar. Recuerdo que el único hombre del grupo era don Isidro, el señor de la casa contiguo a la mía y a la que nos fuimos a refugiar de los disparos de una tanqueta que se apostó frente a mi casa desde donde los combatientes disparaban a la guardia.
Estaba seguro que aquel soldado estaba decidido a matarme si el jefe lo consentía. Era un hombre totalmente distinto al resto de guardias. Más joven y corpulento, diría yo que era el único entrenado en la EEBI, donde enseñaban a matar gente inocente. Pero pese a su insistencia, nunca obtuvo la respuesta que esperaba.
Nunca voy a olvidar la actitud de aquel jefe de la tropa que con admirable paciencia, llenaba los magazines de su Galil con los dardos de la muerte.
No recuerdo el grado que cargaba sobre sus hombros, pero indudablemente tenía dominio sobre la tropa. Dijo que nosotros no habíamos hecho nada malo, que estábamos metidos en nuestras casas. De ese modo, negó la petición de su subordinado.
Pero era claro que habían llegado a concluir en ello después de revisarnos brazos, pecho, rodillas y no recuerdo qué otra cosa, pero no había en nosotros indicio alguno de que fuéramos los guerrilleros que ellos buscaban.
El problema fue el chollón que el guardia vio en mi chimpinilla, causado por el golpe de un carretón que usé para acarrear agua desde la Escuela Normal hacia mi casa en la colonia 14 de Septiembre.
Lo de dar agua se volvió una expresión común en el argot militar que significaba darle muerte a alguien, una ejecución, generalmente de gente inocente, y fue tan conocida que en poco tiempo, ya formaba parte de la jerga popular.
Todos dábamos gracias a Dios, pero al mismo tiempo nos desconcertaba que no hubiéramos sido, alguno de nosotros, víctima de la arbitraria y brutal conducta de la Guardia Nacional. Nadie de mi callejón murió ese día pese a que un guardia fue blanqueado desde mi casa con un rifle 22.
Creyeron que había sido herido desde lo alto de la palomera de don Jorge DeTrinidad, la planta alta de un anexo de su casa, a la que la tanqueta hizo varios disparos pero ninguno lo impactó.
El jefe de la patrulla de inmediato dio órdenes y aquellos guardias dominados por el nerviosismo se movían a regañadientes, no era para menos, reflejaban sus rostros el terror que sentían por enfrentar a los combatientes.
Se adherían a las paredes como papel tapiz, algunos estaban petrificados y sólo esperaron a moverse cuando se sintieron respaldados por la tanqueta que debió maniobrar para salir del callejón frente a mi casa.
Para evitar que los “muchachos” les dispararan, nos mandaron a la calle llena de barricadas y obstáculos, a quitarlos, y mientras limpiábamos, hubo más disparos y todo el mundo se tiró al suelo. En el pavimento había mucho vidrio y de la misma manera que nos mandaron a la calle, nos hicieron meternos en la casa.
A mi hermana Danelia, un trozo de vidrio le causó una herida cuando nos tendimos sobre el pavimento para capear las balas. Una vez de pie, accidentalmente puso su mano herida en el pecho de Sergio, manchando su camisa.
Nadie se percató hasta que, luego de un rato, uno de los efectivos en la retaguardia, nos hizo salir de la casa nuevamente y otra vez, se produjo otro momento angustiante cuando descubrió la diminuta mancha de sangre en la camisa del muchacho.
Entonces, ahora al que querían ejecutar era a Sergio, uno de los hijos menores de don Isidro. Fue grande el temor que se apoderó de nosotros cuando pusieron al chavalo en la calle y el guardia en disposición de tirarle.
Se armó entonces una discusión con el genocida, a quien mi madre y don Isidro le explicaron el origen de la mancha de sangre y aún cuando vio las manos heridas de mi hermana dudó por un momento, pero luego dejó el asunto. Fue un momento horrible. Sergio moriría años después en un enfrentamiento bélico en las montañas del norte de Nicaragua.
El mismo guardia que nos hizo pasar por ese angustiante momento, luego estaba pidiendo agua y comida. Para entonces las despensas de nuestras cocinas contaban únicamente con frijoles y harina, abastecimiento que compartíamos los vecinos dadas las circunstancias. Agua teníamos en unos bidones negros que trajeron los gringos y que aún conservábamos desde el terremoto de 1972.
Casualmente había frijoles cocidos y don Isidro le dio al guardia un poco en una tasa sopera, la cual comió hasta que mi viejo vecino tomó una probada. Lo mismo pasó cuando pidió agua. Recuerdo que habiendo constatado que no había veneno, el guardia arrebató el recipiente con los frijoles cocidos, los cuales devoró rápidamente.
Otros guardias pidieron después hasta que nos quedamos sin comida, pero se fueron. En la otra calle continuaron con su faena mortal. Escuchamos más disparos. Uno de los combatientes a quien identificaron como Damián, originario de Diriamba, había caído.
Su cuerpo quedó tendido sobre la calle de tierra a orillas de la casa de don Jorge el radiotécnico. Sus azules ojos quedaron abiertos, fijos en el infinito.
Otros dos muchachos, Marcelino, del otro solo recuerdo el apellido, Tijerino, vecinos de la Proyecto Piloto, fueron acribillados mientras intentaban refugiarse en la casa donde vivían los padres de Elvis Díaz cuando regresaban de comprar pan.